Testimonio Personal
Ya casi terminaba el año 1971. Mi experiencia espiritual estaba satisfecha, creyendo que la vida en abundancia estaba reservada para el otro mundo. En realidad, no esperaba mucho porque creía tener lo que era posible. Me sentía bueno, y no necesitado de salvación. Es más, pensaba que la salvación era para los grandes pecadores; y yo, ciertamente, no me consideraba uno de ellos. No cometía pecados escandalosos, pero dentro de mí anidaba el peor de los pecados: el fariseísmo.
A finales de noviembre de ese año, llegó un extraño grupo al Centro de Espiritualidad “El Altillo”, donde yo vivía. Cantaban alzando las manos y hablaban con Dios de tal forma que parecía que miraban al Invisible. Me llamó la atención, sí, pero todos esos signos externos me parecían extraños a mi espiritualidad más rígida y formal, que yo consideraba más seria y profunda. Sin embargo, algo me llamaba la atención: su alegría desbordante. Ellos me parecían locos, pero contentos; yo no estaba loco pero no tenía esa alegría. Además, explicaban la Palabra de Dios con una sencillez que tocaba el corazón. Yo era profesor de Biblia y lo que me interesaba era tocar el entendimiento de mis alumnos, pero aquella gente sencilla, sin formación bíblica, lograba traspasar los corazones, y también el mío estaba siendo cautivado.
Esa noche yo estaba sentado en primera fila, el predicador me miró a los ojos y dijo: “No tienes que ser bueno para que Dios te ame, Él te ama porque Él es bueno. Te ama con amor incondicional”. Esto rompió la última barrera que existía en mí y cuando preguntaron quién quería recibir el bautismo en el Espíritu Santo, yo levanté tímidamente la mano. Se acercaron dos americanos que oraron en inglés y yo comencé automáticamente a llorar, ante una Presencia sobrecogedora de Dios, mientras repetía una y otra vez: “Señor, yo no puedo, pero Tú sí puedes”. Yo le quería decir a ese Dios lleno de misterio que con todos mis esfuerzos, estudios y sacrificios, yo no había podido alcanzarlo y llegar hasta Él, que yo no lo había logrado, pero que Él sí podía llegar a mí.
En aquel momento, recibí la Efusión del Espíritu Santo que transformó mi vida. Era mi primera conversión, el Señor me había convertido de fariseo a hijo. La conversión más difícil no es la de pecador a justo, sino de justo a hijo. Y si Dios lo pudo hacer en mí, lo puede hacer en cualquiera.
Allí descubrí mi vocación y mi misión. Dios me llamaba a evangelizar como laico en su Iglesia. Así, a los pocos meses comencé a evangelizar. El Espíritu Santo me había convertido en testigo e iba a diferentes grupos de la ciudad de México, para dar enseñanzas de la Biblia, ya que tenía buena formación bíblica.
El trabajo evangelizador crecía cada vez más, por lo que decidí abandonar mi cátedra en el Instituto de Sagrada Escritura y dedicarme a tiempo completo a la predicación, visitando diferentes ciudades del país. Así comencé también a trabajar en casi toda América Latina y los Estados Unidos.
Suponiendo que un evangelizador no es el que evangeliza, sino el que forma evangelizadores, nació en mi corazón la idea de formar evangelizadores. En el verano de 1980 comenzamos el primer curso en una vieja casa, pobre y llena de alacranes. Había lugar para 44 personas y llegaron 42 participantes, entre ellos dos sacerdotes. El curso duró un mes, y gracias a la experiencia de Bill Finke pudimos aprender a evangelizar. Así nacía la primera Escuela de Evangelización, llamada “Escuela de Apóstoles”.
Ya se había dado mi segunda conversión: Ya no sólo evangelizaba, sino que formaba evangelizadores. Yo estaba aprendiendo que el trabajo se hace en equipo o no se puede realizar. No era obra de un solo hombre, sino de varias personas.
En 1990 me integré al Proyecto Evangelización 2000, con la Dirección latinoamericana. Se comenzaron a multiplicar las Escuelas de Evangelización y había que darles seguimiento y alimento. Entonces mi visión se amplió. Tenía que dedicarme a formar a los formadores de las escuelas.
Así, en 1994 el granito de mostaza había crecido y se transformaba en el árbol de “Escuela de Evangelización San Andrés“, que hoy extiende sus ramas en 60 países, con más de 2000 escuelas de evangelización que comparten la misma visión, metodología y programa de formación.
Puede ver también el extracto del testimonio de José H. Prado en el Sitio Oficial del Vaticano, escrito en: